La revolución tecnológica del agro ha permitido aumentar de manera asombrosa la oferta mundial de granos. A lo largo del siglo XXI hemos observado cómo la producción agrícola ha batido récords año tras año para satisfacer la imparable demanda de granos liderada por China. Según datos del USDA, durante los últimos 15 años la producción […]
La revolución tecnológica del agro ha permitido aumentar de manera asombrosa la oferta mundial de granos. A lo largo del siglo XXI hemos observado cómo la producción agrícola ha batido récords año tras año para satisfacer la imparable demanda de granos liderada por China. Según datos del USDA, durante los últimos 15 años la producción mundial de soja aumentó un 80%; la de maíz, un 60%; y la de trigo, un 20%. La Argentina es un actor destacado en este mercado con un desarrollo tecnológico que mostró su mejor momento en 2009/10, cuando la soja alcanzó los 54 millones de toneladas; el maíz, 23,3 millones; y el trigo, 9,8 millones. Irónicamente, el último informe del USDA para el año en curso nos muestra estancados en valores muy similares de producción. Sin embargo, otros actores siguen avanzando y escalando posiciones en el escenario internacional. En los últimos cuatro años, Brasil aumentó su producción de soja un 28%, a más de 88 millones de toneladas, mientras en maíz aumentó un 25%, a 70 millones, convirtiéndose en el segundo exportador mundial de este cereal. En Europa del Este, Ucrania está triplicando su producción de maíz a 30 millones de toneladas, pasando a ser el tercer exportador mundial, relegando a la Argentina al cuarto lugar.
Más allá de los factores climáticos que influyen decisivamente en los rindes, vale la pena reflexionar sobre cómo poner en marcha la sofisticada plataforma tecnológica argentina para aumentar de manera sustentable la producción en 50 millones de toneladas y generar 10.000 millones de dólares adicionales para el país.
Para lograr este objetivo, debemos abordar mínimamente una trilogía de temas. En primer lugar, hay que derogar, dentro de la ley de arrendamiento rural, las disposiciones que permiten el contrato accidental por un año y que es, en gran parte, responsable de la sojización de la producción agrícola en contra de un manejo equilibrado con rotaciones de maíz y trigo-soja.
En segundo lugar, es clave bajar el nivel de incertidumbre que pesa sobre el productor agropecuario y, por último, mejorar su rentabilidad. Estos dos temas tienen cuatro facetas muy relacionadas entre sí. La primera de ellas se refiere a recrear un mercado fluido y transparente que permita vender y comprar a valores justos sin depender de medidas burocráticas para saber cuánto, cómo y cuándo se puede vender, como en el caso del trigo y del maíz.
La segunda faceta se refiere a la inversión en tecnología, ya que los productores argentinos no usan en su totalidad los recursos tecnológicos disponibles debido a la incertidumbre sobre las condiciones de comercialización al momento de la cosecha. En otras palabras, en lugar de aumentar la inversión en fertilizantes, germoplasma, biotecnología, maquinaria agrícola, etc. para maximizar los rindes por hectárea, se refugian en planteos defensivos minimizando la inversión para arriesgar lo menos posible.
La tercera se refiere a las inversiones necesarias para la incorporación de nuevas áreas productivas donde nuestro país tiene un potencial de unos 5 millones de hectáreas adicionales con un adecuado manejo eco-tecnológico.
La cuarta faceta considera que hay que abordar la cuestión impositiva del agro que erosiona la rentabilidad del productor. La combinación de las retenciones con los demás impuestos nacionales, provinciales y tasas municipales ha creado una pesadilla fiscal que hay que simplificar y racionalizar para llegar a una carga tributaria equitativa para cada uno de los actores de la cadena productiva agraria.
Prima facie, bajar parcialmente un 5% o un 10% las retenciones del trigo y del maíz en un contexto de mayor producción no sólo no tiene costo fiscal, sino que aumentan los ingresos del Estado al tiempo que mejora la salud financiera-económica del productor.
Prima facie, bajar parcialmente un 5% o un 10% las retenciones del trigo y del maíz en un contexto de mayor producción no sólo no tiene costo fiscal, sino que aumentan los ingresos del Estado al tiempo que mejora la salud financiera-económica del productor.
La mejor manera de bajar los precios es crear una abundancia de oferta donde hoy tenemos escasez. Con las medidas correctas, la superficie de trigo puede duplicarse alcanzando los 7 millones de hectáreas como ya ha sucedido en el pasado. Para el caso del maíz, debemos pensar en aumentar mínimamente dos millones de hectáreas para tener una rotación de cultivos sustentable.
Analizando la situación actual de la soja, vemos que se han sembrado 20 millones de hectáreas que arrojan una potencial cosecha de 54 millones de toneladas, o sea, 2.700 kilos/ha frente a los aproximados 3.000 kilos/ha de la cosecha 2009/10. Pensar en un trigo de 3.500 kilos, un maíz de 9.000 y una soja de 3.300 no es un objetivo muy ambicioso considerando el conocimiento de los productores locales y un mayor uso de los recursos tecnológicos disponibles. Estos rindes, combinados con 7 millones de hectáreas de trigo, 5,3 millones de maíz y 20 millones de soja, arrojan un aumento de 50 millones de toneladas sobre la cosecha estimada para este año, que a valores actuales significa 14.000 millones de dólares adicionales y unos 10.000 millones asumiendo los precios de Chicago para julio de 2015 que indican una caída para la soja de más de 80 dólares por tonelada.
En resumen, frente a la escasez de reservas, existe la oportunidad de generarlas internamente. Sólo hay que dar las señales correctas para favorecer una producción de granos sustentable, con menor incertidumbre, mayor uso de tecnología y mayor rentabilidad para recrear un círculo virtuoso y salir del actual estancamiento. No hacen falta 10 años para realizarlo. Con muy pocas decisiones, podemos pensar en dar un salto productivo de 20 mil/t para el año próximo.
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