Si en distintos aspectos de la vida del país pueden ser discutibles los avances, o supuestos logros, de la Administración Kirchner, en el sector agroindustrial y, más aún, en la producción agropecuaria, no hay espacio para la duda: el retroceso y la pérdida de oportunidades son obvias.
Lamentablemente se trató de un década perdida, no solo para los productores que desaparecieron (se estima que entre 60.000 y 80.000), sino para el país en conjunto que, entre otras cosas, pasó de ser un productor expectante de alimentos a nivel mundial a un proveedor poco confiable en casi todos los rubros.
La gravedad de lo que ocurrió y la magnitud de la pérdida de estos 10 años se reflejan, especialmente, en el aprovechamiento de la particular y extraordinaria coyuntura internacional que hicieron, entre otros, todos los países vecinos y socios del Mercosur que consolidaron sus producciones agropecuarias en el mismo lapso en el que la Argentina iba perdiendo terreno. Pero lo más elocuente (por no decir doloroso), es el hecho de que en este período, el principal competidor “amistoso” de la Argentina, Brasil, pasó de ser un cliente privilegiado a transformarse en el segundo mayor exportador mundial de alimentos, algo impensado (por la Argentina) hace 1-2 décadas atrás.
Es cierto que en estos 10 años el campo y sus industrias siguieron siendo el principal motor de la economía local, y la más importante fuente de divisas que aún tiene el país, pero esto fue el mérito de los geométricos avances tecnológicos que se fueron sucediendo, al tiempo que los precios internacionales de los alimentos escalaban a niveles extraordinarios, del 2004 en adelante.
Nadie dice que si en la actualidad hubiera los rindes y la técnica de principios de siglo (hablamos del 2.000, por supuesto), y los precios internacionales fueran los de entonces, los ingresos de la Argentina serían, probablemente, la mitad de los actuales.
Pero eso no ocurrió porque, China e India mediante, y sus espectaculares crecimientos económicos, impusieron a la demanda de alimentos un aumento exponencial. De ahí los precios extraordinarios de los productos agropecuarios. La vuelta al “food power”.
Como si fuera poco, el respaldo que dieron algunos países a la producción de biocombustibles estratégicos a la hora de sustituir energías fósiles fue el broche de oro para que, especialmente las cotizaciones de los granos volaran hace 4/5 años atrás, arrastrando tras de si también a los lácteos y las carnes.
Todo esto permitió que la Argentina mantuviera la fantasía del crecimiento. Y, como se mantenía el volumen de ingreso de dólares (por los mayores precios internacionales), no se notaba, ni se quería ver, la caída en los volúmenes.
Así, el relato continuó. Se sostuvo por algunos años hasta que fue demasiado tarde.
Hoy los precios internacionales, si bien aún son sostenidos, ya perdieron 20%/30% respecto a sus picos de hace un par de años; los costos internos crecieron geométricamente hasta en dólares; los volúmenes de producción de alimentos argentinos se estancaron en el mejor de los casos (leche, soja, etc.), o se cayeron a niveles inéditos (carne, trigo, etc.); y el sueño del “supermercado del mundo” terminó diluido, aunque alguno de los nuevos funcionarios insista en querer rescatar más diagnósticos (como el Plan Estratégico Agropecuario –PEA–) que no conducen a ningún lado, antes que ponerse a solucionar, al menos, alguno de los múltiples problemas que aquejan a la producción desde hace años, y limitan .
La Argentina se achicó y nadie se hace cargo de lo que pasó.
Tampoco se hacen las cuentas sobre las pérdidas acumuladas y, mucho menos, se habla de que hoy la Argentina agropecuaria tendría que estar produciendo, por lo menos, 25%/30% más de lo que está logrando, y que también esa es riqueza que deja de derramarse (como le gusta decir a algunos funcionarios) sobre el resto de la economía, sin que nadie se de por aludido.
Pero peor aún, pocos o ninguno parece haber caído en la cuenta del fuerte y creciente endeudamiento en el que se está sumiendo el sector desde, al menos, las 2/3 últimas campañas, y que en algún momento habrá que blanquear, igual que la creciente cantidades de capitales que harán falta para actualizar la infraestructura y las obras públicas que se adeudan desde la década del ´90, tal vez, el último momento en el que se encararon algunas obras estratégicas como autopistas, caminos, puentes, hidrovía y hasta algún dique.
De ahí, que la con la cuenta lineal sobre la década perdida no alcance, al menos para el campo, ya que su endeudamiento y atraso de 10 años representa una cifra sensiblemente mayor a la que muchos se animan a imaginar, pero que en algún momento habrá que hacerse cargo para que el sector pueda, finalmente, materializar el potencial real que tiene.
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